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Hasta el último día y hasta la última hora. Soy un viejo solitario a quien nadie ama, enfermo, resentido y
cansado de vivir. Estoy preparado para el más allá; tiene que ser mejor que esto.
Soy el propietario del monumental edificio de cristal en que ahora me encuentro y del noventa y siete por
ciento de la empresa que, en el piso inmediatamente inferior al mío, tiene su sede en él. También del kilómetro
de terreno que lo rodea por tres de sus lados y de las dos mil personas que trabajan aquí y de las otras veinte mil
que no, y asimismo del gasoducto que transporta el gas al edificio desde mis pozos petrolíferos de Texas. Mía es
la compañía que le suministra la electricidad y tengo en arriendo el invisible satélite que navega a muchos
kilómetros de altura, a través del cual yo ladraba en otros tiempos órdenes a mi imperio, que se extiende por
todo el mundo. El valor de mis bienes supera los once mil millones de dólares. Soy dueño de minas de plata en
Nevada y de cobre en Montana, de plantaciones de café en Kenia, de minas de carbón en Angola, de
plantaciones de caucho en Malasia, de explotaciones de gas natural en Texas, de pozos de petróleo en Indonesia
y de acerías en China. Mi empresa es propietaria de empresas que producen electricidad y fabrican ordenadores
y construyen embalses e imprimen libros de bolsillo y transmiten señales a mi satélite. Son tantos los países por
los que se hallan repartidas las sucursales de mis filiales que casi nadie podría localizarlas.
Antes era dueño de todos los juguetes apropiados: yates, jets privados y rubias, casas en Europa,
haciendas en Argentina, una isla en el Pacífico, purasangres e incluso un equipo de hockey. Pero ya me he hecho
demasiado viejo para los juguetes.
El dinero es la raíz de mis males.
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